25 de junio de 2018: Etapa dieciséis, de Santander a Mogro.
Seguimos andando por carretera y sin demasiado paisaje que admirar, el sol seguía apretando haciendo que tomáramos bastante agua. Desde aquel bar a la salida de Santander no habíamos visto ningún otro y nos apetecía parar a tomar algo. Llegamos a otro pueblo y nos entusiasmó la idea de que allí encontraríamos el bar buscado. Entramos al lugar, un cartel en una esquina nos sugirió que ahí estaba, pero no, nos desviamos del camino hacia lo que parecía una hostería seguros que ahí sí daríamos con él, sin embargo, estaba cerrada. Desanimados, regresamos a la senda del camino y anduvimos unos kilómetros por una carretera hasta llegar a Boo de Piélagos. Finalmente ahí dimos con el bar ansiado y nos comimos el clásico pincho del mediodía, eran las catorce horas. Mientras lo hacíamos recordamos a aquel grupo de simpáticas españolas con las que nos encontramos en Budapest durante nuestras andanzas por Europa previas al camino, que una de ellas nos dijo que vivía en Boo de Pielagos y que el camino pasaba frente a su casa, por supuesto que no nos volvimos a cruzar con ella.
Cumplido nuestro anhelo de bar, continuamos el camino, estábamos muy cerca de Mogro. La recomendación que teníamos era no ir a ese pueblo por las vías del ferrocarril sino tomar el tren, son muy pocos kilómetros. Hicimos caso a la misma y en un rato estábamos en Mogro para caminar hasta la posada La Joyuca del Pas donde dormiríamos. Cuando llegamos descubrimos que se trataba de un lugar encantador, una casa de piedra, con habitaciones muy amplias un amigable salón comedor y en el exterior un gran patio arbolado. Nos alojamos e hicimos las habituales tareas de mantenimiento de la ropa y nuestra, que en esta ocasión incluyó una revisión de los pies para confirmar que lo de las ampollas había sido solo una falsa alarma y que lo único que había era aquel conato que apareciera en San Sebastian al que tenía perfectamente controlado con vaselina. El calor nos había cansado bastante así que descansamos un rato. Luego salimos a dar una vueltecita y como no había mucho que ver nos acomodamos a tomar algo en el patio, a la sombra de un árbol. Allí coincidimos con una pareja de peregrinos, un matrimonio de holandeses de más o menos nuestra edad. La barrera idiomática impidió la conversación y solo intercambiamos unas sonrisas como saludo.
Temprano nos fuimos a cenar, la posada la lleva adelante un matrimonio y entre ellos se reparten todas las tareas. En lo que a la comida refiere ella cocina y él atiende el comedor. El hombre era dueño de una gran cordialidad y de abundante conversación lo que hizo muy ameno el tiempo de espera. A instancias de él comimos un plato de carne riquísimo, una especie de escalope relleno que me hizo recordar al exquisito cachopo que alguna vez comiera yo en Viveiro (Galicia), por supuesto acompañado de un rico vino tinto, (el matrimonio holandés también estaba cenando e intercambiamos un brindis de mesa a mesa) si mi memoria no me traiciona creo que el nombre de ese plato era San Antón. De postre disfrutamos de una tradicional quesada, plato típico de Cantabria. A esta altura del camino, la comida importante que hacíamos era la cena y la misma se constituía no solo en algo para reponer energías sino en un agasajo, cosa esta que resultaba facilitada por la deliciosa gastronomía española. Luego de esto nos fuimos a descansar, la etapa siguiente era más larga que la de hoy.
Continuará en: Etapa diecisiete, de Mogro a Santillana del Mar